Un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo.
SOFOCLES.
"Inmunidad si, pero no a lo James Bond"
Por Domingo García Belaunde
Jurista
La figura de la inmunidad parlamentaria es de vieja data. Se remonta a mediados del siglo XIV, y tiene que ver con la época de la formación del Parlamento en Inglaterra y que se repetirá paulatinamente en la Europa continental y luego en los demás países del orbe.
¿Cuál era el objetivo de la inmunidad parlamentaria? Muy simple: proteger a las minorías --o sea, a la oposición-- de las arbitrariedades del Rey en una época en la que mandar a la cárcel a una persona sin cargos, sin juez y sin proceso era lo más común. Digo esto porque los allegados al monarca o quienes estaban en su partido nada tenían que temer, mientras que los que no lo estaban tenían todas las de perder.
Esta inmunidad era muy amplia y, en principio, cubría todo. Pero con el tiempo fue limitándose, sobre todo en el siglo XIX. En el Perú, fue en un momento también de orden civil, lo que significaba que si un parlamentario no pagaba una deuda o no honraba el alquiler de su casa, nadie podía demandarlo, salvo con permiso de su Cámara, que podía perfectamente hacer la vista gorda.
En el siglo XX, la inmunidad opera en el ámbito estrictamente penal. Esto es, se trata de no ser perseguido ni acusado ni enjuiciado si no es con previo permiso de la respectiva Cámara; o de la Cámara única en los países que la tienen, de conformidad con lo que establecen las constituciones y los reglamentos del órgano legislativo.
En términos generales, la inmunidad parlamentaria ha sido respetada en el Perú, sobre todo en el siglo XX. Pero, como en todo, ha habido excepciones vergonzosas que hay que tener presentes. Una es el desalojo por la fuerza pública de la bancada aprista --y la comunista--del Congreso Constituyente de 1931; otra, el desafuero de un conocido periodista con el apoyo de una dócil mayoría parlamentaria en los tiempos del general Odría.
Sin embargo, desde los años de la segunda posguerra se tiene presente la importancia no solo de la inmunidad parlamentaria, sino de que ésta se mueva dentro de sus justos límites. En efecto, la inmunidad parlamentaria es necesaria y legítima si se trata de atacar al Gobierno, de denunciar irregularidades y cosas por el estilo, pero no es el medio adecuado para insultar a terceros, como se ha visto alegremente en los últimos tiempos, con los cual los congresistas se vuelven seres privilegiados con licencia para matar, pero sin las condiciones que adornan al célebre James Bond.
Hay además otro factor importante: que el propio Parlamento no se convierta en cómplice del parlamentario trasgresor o perseguido por la justicia. Y todo esto se agrava con los años, cuando se han generalizado una relajación de las costumbres y una pérdida de la moral pública, de tal manera que es difícil tirar la primera piedra.
Existe pues, por un lado, la necesidad de un mayor control para que no llegue al Parlamento gente poco idónea, con pasados oscuros o, en todo caso, nada recomendable. Pero, por otro, hay que garantizar que los congresistas no se sientan inclinados a apoyar alegremente a sus colegas por el mero hecho de compartir un espacio en el hemiciclo. Doble vertiente que hay que tener en cuenta.
Salvado lo anterior, creo que sería bueno aumentar las causales de vacancia, y que operen rápidamente. Y, por otro lado, es conveniente pensar en limitar la inmunidad solo a determinados actos y bajo determinadas circunstancias. Es decir, a cierto tipo de delitos, lo que debe ser materia de un cuidadoso análisis.
Se trata, así, de dos aspectos. Uno atañe al congresista, que por el hecho de ser tal debería ser muy cuidadoso de su conducta, tanto pública como privada. En tal sentido, no estaría de más aumentar los requisitos o las informaciones previas a toda postulación, que podrían acarrear la vacancia en caso de no declarar todo lo que existe. Y, el otro, que la Cámara no se convierta en cómplice de sus colegas, lo que puede tener dos aspectos: por un lado, no apañar a los culpables o, por lo menos, presuntamente culpables; y, por otro, no demorarse tanto en proceder al levantamiento del fuero.
Existe además otra prerrogativa parlamentaria vinculada a la libre expresión de votos y opiniones, que se conoce como “inviolabilidad parlamentaria” y que también tiene sus bemoles. Pero esto hay que dejarlo para otra oportunidad.
"Delimitar la inmunidad"
Samuel Abad
Constitucionalista
Diversas denuncias que involucran a congresistas de distintas bancadas siguen poniendo en la agenda pública los límites de la inmunidad parlamentaria. ¿Sigue siendo una prerrogativa legítima, o se ha convertido en un camino a la impunidad?
Según la Constitución (artículos 99.º y 100.º), un congresista que comete un “delito en el ejercicio de sus funciones” o una “infracción constitucional” solo puede ser acusado por la Comisión Permanente ante el Congreso, que está en capacidad de suspenderlo y luego procesarlo judicialmente (antejuicio), o de inhabilitarlo o destituirlo (juicio político). Además, goza de inviolabilidad, pues no es responsable por los votos u opiniones efectuados en el ejercicio de sus funciones (artículo 93.º).
En cambio, si el congresista comete un “delito común” —por ejemplo, maltrata a sus trabajadores, mata a un perro o contrata a “empleados fantasmas”— goza de inmunidad, y, por tanto, no puede ser detenido, salvo flagrante delito, ni procesado si no lo autoriza el Congreso (artículo 93.º).
En consecuencia, la inmunidad está referida a delitos comunes, pues tratándose de delitos de función o infracciones constitucionales existen prerrogativas distintas. Esta institución ha surgido históricamente para proteger al Congreso —en tanto representante de la voluntad popular— de las persecuciones políticas que pudieran impedir o limitar su funcionamiento debido a la arbitraria detención o procesamiento de sus miembros. No es renunciable, pues no es un derecho del parlamentario sino una forma de proteger a la institución. En la Francia revolucionaria se consideraba que un Poder Judicial dependiente del Ejecutivo no debía disponer el procesamiento de ningún parlamentario. De ahí que fuera el propio Congreso quien debía decidir el levantamiento de la inmunidad.
En la actualidad se habla de la crisis de la inmunidad parlamentaria, y se la somete a debate y revisión. Y es que hoy la situación judicial es distinta del antiguo régimen; además, se ha abusado de ella. Al menos, dos alternativas se vienen planteando para delimitarla.
Por un lado, se considera a la inmunidad como una prerrogativa excepcional, limitada al ámbito penal, que solo procedería ante la existencia de indicios razonables de una persecución política disfrazada de delito. De esta manera el Congreso, al no ser un juez, no podría calificar la inocencia o culpabilidad del congresista, sino limitarse a evaluar si el pedido judicial esconde una manifiesta finalidad política. Además, debería motivar las razones por las cuales se rechaza o concede el levantamiento de inmunidad; tal decisión podría ser cuestionada a través del proceso de amparo. Esto ha sucedido en España gracias al aporte de su Tribunal Constitucional (sentencias 90/1985 y 206/1992).
Por otro lado, algunas legislaciones optan por que sea el Poder Judicial —y no el Congreso— el que defina si se autoriza el procesamiento del congresista. Por ello, algunos afirman que se limita o elimina la inmunidad tal como clásicamente se entendía. Así lo dispone el artículo 184.º de la Constitución colombiana de 1991, según el cual la pérdida de investidura será decretada por el Consejo de Estado, y la reforma al artículo 52.º de la Constitución boliviana del 20 febrero del 2004 (ley 2631), que precisa que la autorización será dispuesta por la Corte Suprema.
En ambos supuestos, ante la denuncia de un delito común que no esconda una persecución política no puede alegarse inmunidad. En el Perú, resulta imprescindible adoptar una clara posición sobre el carácter de esta institución con el fin de erradicar la impunidad. Incluso, a veces se pretende que la inmunidad parlamentaria beneficie a los congresistas por delitos cometidos antes de ser elegidos. Ello resulta inaceptable, pues implica darle una amplitud desmesurada o una institución que debería operar en casos excepcionales. De ahí que siga siendo uno de los temas de necesaria reforma. Sin embargo, las posibilidades de un cambio son remotas, porque es precisamente al Congreso a quien correspondería hacerlo. Habrá que estar atentos a que ello suceda.
"La inmunidad no debe ser un privilegio personal"
Víctor García Toma/
Ex miembro del Tribunal Constitucional
Las prerrogativas parlamentarias aluden, en sentido genérico, al conjunto de derechos y garantías que la Constitución ofrece al Parlamento como institución y a sus miembros de manera individual, a efectos de salvaguardar su independencia, el libre y normal desempeño de sus funciones y su seguridad personal.
En ese sentido, la trascendencia de las funciones del Congreso de la República —fundamentalmente las relativas a las de carácter deliberativo-resolutivo y de control— impelen al otorgamiento de un conjunto de derechos y garantías de naturaleza eminentemente política. Ellas derivan de la esencia misma del órgano legislativo y expresan una condición necesaria para el cabal ejercicio de la función parlamentaria.
Esta pluralidad de derechos y garantías recibe el nombre de prerrogativas en razón de que se otorgan como consecuencia de la necesidad de defensa de la función parlamentaria. Éstas no deben ser consideradas, de modo alguno, como privilegios de índole personal o social. No se establecen para favorecer el “interés” del congresista a quien protegen y benefician, sino en favor del Parlamento en sí; o sea, en aras de la voluntad popular por él representada.
Es evidente que parte de la fortaleza congresal descansa en la existencia de las denominadas prerrogativas parlamentarias, ya que su vulneración se reputa efectuada contra el propio Parlamento. Sin embargo también exige su adecuado uso a efectos de no consolidar forma alguna de impunidad. Tales prerrogativas son la inviolabilidad y la inmunidad.
Se puede definir la inmunidad como aquella garantía procesal de naturaleza político-constitucional por la cual los miembros del Congreso no pueden ser objeto de detención policial ni procesamiento judicial sin que exista de manera previa una autorización expresa del Congreso.
Desde una perspectiva histórica, sus orígenes se remontan a la práctica política de no detención ni procesamiento en favor de los Tribunos de la Plebe en la antigua república romana.
En esa misma línea, los miembros de las asambleas medievales tampoco podían ser detenidos ni procesados por las actividades que hubieren podido realizar en tal condición.
La praxis política de la época engendrará el concepto de que la exención de procesamiento y detención alcanzará fundamentalmente el ámbito penal.
En nuestro país, la prerrogativa parlamentaria de la inmunidad aparece en la Constitución de 1823.
Esta garantía procesal de naturaleza político-constitucional presenta la excepción de la detención del congresista que fuere sorprendido en la comisión flagrante de un ilícito penal, en cuyo caso será puesto inmediatamente a disposición del Congreso para el respectivo pronunciamiento sobre su suerte futura.
La existencia de la autorización parlamentaria para suspender la prerrogativa de la inmunidad constituye un requisito de procedibilidad sin el cual el acto de detención o procesamiento devendría una manifestación de atropello, abuso o ilegalidad.
Ahora bien: la inmunidad protege única y exclusivamente contra el procesamiento en materia penal, en razón de la amenaza o posibilidad de privación o limitación del ejercicio de la libertad personal, cuya motivación pudiera tener origen en un acto de venganza o intimidación política. Ergo, no se extiende al resto de la tipología de procesos judiciales, ya que con la tramitación de éstos no se impide ni se pone en peligro la continuación del ejercicio de la función parlamentaria.
Por ello la inmunidad no se esparce al ámbito civil, laboral, etcétera, en virtud de no tener éstos relación directa con la defensa de la libertad personal; razón por la cual, de permitirse esa extensión, se convertiría en la práctica en un verdadero e injustificado “privilegio”.
En principio, el pronunciamiento que expida el Parlamento es irrevocable; esto es, la no autorización se entiende como inmodificable, salvo que posteriormente, y como consecuencia de un nuevo pedido judicial, se acredite la existencia de inéditos acontecimientos o indicios razonables que hagan viable la reconsideración de ese pronunciamiento.
La garantía procesal de la inmunidad protege al congresista desde el momento mismo del acto de su proclamación como parlamentario electo por el Jurado Nacional de Elecciones, y se prolonga hasta un mes después del vencimiento de su periodo de gestión.
Tal garantía procesal solo lleva consigo la suspensión del plazo de prescripción de la acción penal. Por ende, este plazo recién se computa luego del vencimiento anteriormente aludido, o se suma al ya corrido con anterioridad a su proclamación como congresista.
Avalan esta consideración los argumentos siguientes:
1. El goce de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria no puede llevar per se a la exoneración de responsabilidad penal.
2. El goce de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria no puede atentar perpetuamente, cumplido el proceso de representación, contra la exigencia judicial de que se responda por la imputación de la comisión de un ilícito penal.
En resumidas cuentas, un parlamentario puede ser procesado penalmente por la supuesta comisión de un delito solo cuando se acredita el placet o autorización respectiva; pero al pasar a la condición de ex parlamentario puede ser objeto de dicho procesamiento.
La solicitud de levantamiento de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria solo puede ser hecha por la Corte Suprema. Entonces la autorización de procesamiento puede llevar o no al desafuero del parlamentario supuestamente comprometido en la comisión de un ilícito penal.
Al respecto, veamos lo siguiente:
1. La autorización con levantamiento de fuero consiste en la concesión de permiso para que el parlamentario imputado sea objeto del procesamiento judicial.
2. La autorización con desafuero consiste en la concesión de permiso para que el parlamentario imputado sea objeto de procesamiento judicial; sin embargo, adicionalmente queda suspendido en sus funciones congresales.
Esta suspensión queda sujeta a las resultas del pronunciamiento jurisdiccional. La consecuencia de este pronunciamiento jurisdiccional puede generar lo siguiente:
1. La remoción del cargo y el llamamiento del accesitario. Ello en función de un fallo condenatorio.
2. El levantamiento de la medida de suspensión en el cargo. Ello en función de un fallo absolutorio. En este caso, el parlamentario queda inmediatamente reincorporado en sus funciones, reintegrándosele todas las prerrogativas parlamentarias que le confíe la Constitución. Evidentemente, ello se producirá siempre que dicho fallo absolutorio se produzca dentro del periodo para el cual fue elegido.
Asimismo, es conveniente precisar que la autorización con simple levantamiento de fuero —esto es, sin suspensión de la función parlamentaria— se sustenta en que la investigación judicial no interferirá con el usual desarrollo de las actividades congresales (no existe orden de detención).
En caso de que la detención fuese necesaria, el Parlamento deberá, previamente, ampliar el placet disponiendo el desafuero.
La autorización parlamentaria de procesamiento, e incluso el desafuero del parlamentario denunciado por la supuesta comisión de un ilícito penal, no implica una decisión de naturaleza judicial, sino el mero ejercicio de una competencia política, en el que se discierne sobre la intencionalidad y razonabilidad del pedido judicial.
La autorización congresal es, strictu sensu, una específica y concreta decisión política.
La motivación —ineludible para garantizar la validez de la autorización o no autorización— opera en función de la determinación de la existencia o inexistencia de un móvil político en la interposición y tramitación de la denuncia penal. Para ello, subsidiariamente, deberá evaluarse la razonabilidad de los indicios de la comisión de un ilícito.
Esa decisión política, con prescindencia de su sentido favorable o desfavorable para el congresista impetrado, no conlleva una determinación jurídica de culpabilidad o inocencia.
El Congreso, en estos casos, decide si la actuación judicial está inspirada o no por la intención maliciosa de privar al parlamentario de la posibilidad de ejercer su función.
Por otro lado, en la hipótesis descrita en la parte in fine del artículo 93.º de la Constitución —relativa a la exención de la detención o arresto de un parlamentario cuando fuere sorprendido en la comisión flagrante de un delito—, cabe exponer lo siguiente:
La flagrancia hace alusión a la detención en el momento mismo de su ejecución (en este caso, un delito).
El parlamentario sorprendido y arrestado en esta particular y específica situación, debe ser puesto a disposición del Congreso o de la Comisión Permanente, según sea el caso, dentro de las veinticuatro horas en que se produce la privación de su libertad.
Con la dación de cuenta de dicha detención, se deberá remitir toda la información pertinente a los hechos materia de controversia. El Parlamento, ya sea a través del Pleno o de la Comisión Permanente, deberá pronunciarse ineludiblemente sobre el caso.
La autorización para el procesamiento del parlamentario, lleva por lo común al desafuero del congresista.
La autorización de procesamiento implica que el parlamentario puede ser juzgado única y exclusivamente por los hechos que originaron el placet parlamentario.
Debe advertirse que el denominado desafuero parlamentario no implica la descalificación política o moral del afectado, ni tampoco le impide recobrar posteriormente, una vez aclarado el problema judicial, sus respectivas funciones. Tampoco conlleva prejuzgamiento ni anticipo de juicio sobre el proceso judicial en sí.
El Congreso tiene facultades in totum para pronunciarse sobre la autorización de procesamiento —con desafuero o sin él— o sobre la no autorización de él.
Es dable advertir que esta negativa, en caso de no encontrarse debidamente fundamentada, puede acarrear el rechazo de la tenaz y vigorosa opinión pública. Una errada decisión sobre la materia puede conducir al Parlamento al descrédito y al repudio ciudadano.
La inmunidad es una garantía procesal irrenunciable. El parlamentario no puede despojarse per se de la inmunidad, sino, a lo sumo, solicitar al Congreso que proceda a la autorización de su procesamiento. Ese pedido no tiene carácter vinculante; es decir, puede ser desestimado por el Congreso.
El Congreso de la República, mediante resolución legislativa 015-2005-CR, ha establecido que la inmunidad parlamentaria no protege a los congresistas contra las acciones de naturaleza diferente de la penal que se ejerzan en su contra, ni respecto de los procesos penales iniciados ante la autoridad judicial competente, con anterioridad a su elección, que no se paralizan ni suspenden.
Con esta medida se ha puesto coto a la impunidad que alcanzaban los congresistas por actos cometidos antes de su elección como tales.
No obstante lo expuesto, la historia reciente acredita a un Parlamento moroso y despreocupado en la tramitación de los pedidos judiciales, lo que es observado con indignación por la ciudadanía.
Finalmente, es pertinente establecer una distinción básica entre la no responsabilidad que asegura la inviolabilidad parlamentaria y la inmunidad. En el primer caso se trata de una facultad que, por sus consecuencias, deviene imperecedera, indeleble, inextinguible y eterna. Así, pues, las declaraciones y votos formulados en el ejercicio de la función jamás acarrearán la intervención jurisdiccional. Es decir, ni durante ni después de haberse vencido el periodo de representación ellos traerán consecuencias contra su emisor.
En el segundo caso, efectuada la autorización o concluida la actividad parlamentaria, es procedente la intervención jurisdiccional. En este contexto, el parlamentario suspendido —o el ex parlamentario— puede sufrir las consecuencias jurídicas de la comisión de determinados actos de implicancia penal.
Es necesario distinguir lo que significa una prerrogativa funcional que genera irresponsabilidad, de la garantía procesal de la inmunidad, que simplemente establece condiciones extraordinarias para llevar a cabo un juzgamiento judicial. En la inviolabilidad se trata de una limitación de los alcances del Código Penal, en tanto que en la inmunidad se hace referencia a una substracción temporal de un sujeto a dicha norma. Se trata, a lo sumo, de un impedimento que posterga el proceso jurisdiccional hasta que se hayan producido y ejercitado ciertos actos de naturaleza política (autorización parlamentaria, con o sin desafuero).
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Fuente: http://www.revistaideele.com/node/532?page=0%2C3
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